martes, 12 de abril de 2011

Invitación a la exposición "Deyabú" Rodolfo Villaplana / Ivan Romero


Deyabú

El fenómeno psicológico llamado “dejavú”, la extraña sensación de lo ya visto, suele movilizar el ancestral oficio de la reminiscencia. Su aparición nos interroga la memoria y a través de ella la identidad y el hilo verdadero de la propia historia. Su imprevisto mecanismo homologa e invierte, desde una vivencia ingenua y serena, el de “Lo siniestro”, ese estado opuesto que Freud describió como un sentimiento extraño en lo familiar. El segundo impregna sordamente de angustia lo que en el primero aparece como súbita sorpresa. Ambos nacen de interrogar la cotidianidad dogmatica con una dimensión desconocida. Esa perplejidad tiene el don de relativizar el orden del tiempo, las jerarquías sólidas que igualmente nos sostienen y nos resisten. Para esta exposición, “Deyabú”, con todo el vigor coloquial, parece sugerir con ironía esa suerte de repetición inquietante. Como lo prueba el tiempo, ninguna repetición repite igual, especialmente en las apuestas del arte: los mismos dados cambian en cada tirada.

El final de la pintura o la abolición de su novedad, ya que de eso se trata, gira en el ancho orbe polémico de nuestra época, pero lo cierto es que su crepuscular dictamen pertenece más a la historia del arte que a su ejercicio real. Su constante retorno, el tenaz ejercicio de sorpresa, ilustra que pintar sigue siendo un anhelo remoto y actual, un fervor originario para poblar de sentido todas las culturas, con prescindencia de las épocas. Sabemos que pintar preexiste a la escritura y que su función simbólica ha sido paralela a la del lenguaje. Los vertiginosos medios nuevos y la rebosante civilización digital parecen haberla enviado a la prehistoria, pero su impulso siempre vuelve. No se trata de la mala salud de hierro de un género que se resiste, sino de la presencia irreversible de una condición central de la expresión humana. Su trazo ha distanciado y aproximado al mundo, y lo ha reformulado desde las paredes de las cuevas hasta nuestros días; también acostumbra a retornar sobre su propia historia para repasarla, revisarla y reflexionarla; una afirmación poderosa de que su trascendencia ocurre dentro de sí misma.

David Hockney había sostenido que la invención de la fotografía en 1839 no era la muerte de un arte, como a veces se sostuvo, sino su continuación, el perfeccionamiento de las cámaras oscuras, los espejos y los artificios ópticos que habían desarrollado los pintores desde siglos atrás. La fotografía tan sólo habría incorporado la química a la exploración de aquellos ingeniosos gabinetes renacentistas. En algún sentido, es el mismo soplo de la pintura, la incansable avaricia del ojo antiguo que atravesaba la ambición del daguerrotipo. Igualmente, es ese mismo arcano imaginario el que sostiene tanta ingeniería visual actual, ya desprendida del oleo y el pincel al que continúan. No obstante, aquel vínculo original persiste vivo, no como ceremonia iniciática del arte, sino como protoplasma de la visualidad, oferta que se muestra ineludible desde la infancia. Nos resulta enfáticamente vigente en un tiempo que disuelve los sentidos lineales de la historia y sus fetichizadas etapas. No hay allí repetición en la pintura, sino comentario desde el oleo mismo. Distinta que la ciencia, el arte no requiere el progreso: en el origen está la meta solía decir K Kraus.

El intento de pintar, retomar el color y las formas, adquiere por ello en Rodolfo Villaplana el carácter de una doble afirmación. Su experiencia no desconoce la historia, el diseño, y los nuevos desarrollos que su pintura retoma como diálogo y rememoración. Esa conciencia contemporánea se expresa en la práctica de esbozar situaciones clásicas, con recorridos vigorosos del óleo, para hacer visualmente tratable las extrañas condiciones humanas, sus estados límites, con proyectos de captación de lo sufriente, narración inacabada, señal con que la pintura nos indica su propio nacimiento para redimir lo real. Un espacio dislocado, exasperante, suele acompañar ese interior puesto afuera.

En el caso de Ivan Romero, su ahondamiento en las formas prescinde de todo compromiso que no sea “el momento”, ese vellocino de oro de los impresionistas, ilustrando que el impresionismo no pertenece tanto a la historia del arte como a la eterna épica del instante. En este caso, con envolturas subjetivas en paisajes locales, presencias mínimas y vértigos anímicos del Caribe, con los que hereda, sin duda, la vocación histórica por la luz que caracteriza nuestra pintura. Ese magma vivencial procura demorarse en resonancias que susciten prolongadas reminiscencias y amplíen la meditación.

Ambos pertenecen a una generación venezolana más suspendida, sin deudas con la historia, las corrientes y las academias, por lo que avanzan naturalmente a renovar la pureza del origen, una primigenia fidelidad a la dicha elemental de la pintura.

Fernando Yurman


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