“Nuestros países son caricaturales”
Por: Ana María Durán / París, Francia
El artista venezolano, radicado en París desde hace cincuenta años, estará en Cartagena en el XXIV Taller Internacional de Arquitectura.
Foto: Ana María Durán
El reconocido artista venezolano Carlos Cruz-Diez es un fiel exponente de la corriente del op art y del movimiento cinético en Hispanoamérica.
En la esquina de la calle Pierre Sémard, en el cruce con la calle Maubeuge, Carlos Cruz-Diez se sienta en la terraza de su café preferido. Este pequeño café ha visto pasar amigos, periodistas, artistas y aficionados de la obra del maestro venezolano, quien desde hace 47 años vive en la misma calle en donde también tiene su taller. Con cerveza fría en mano, en una típica mañana de verano parisino, celebra sus cincuenta años de vida en la Ciudad Luz.
Cruz-Diez es uno de los exponentes más importantes de la corriente del op art en el mundo y su participación en el movimiento cinético de Venezuela lo convirtió en una de las figuras de la plástica en Hispanoamérica. Al frente de la Fundación del Museo de la Estampa logró una gestión destacada y su experiencia docente da cuenta de su relevancia. Gracias a su carácter activo, el maestro Carlos Cruz-Diez estará en Cartagena la semana entrante para participar en el XXIV Taller Internacional de Arquitectura.
Usted llegó a París en los años sesenta... ¿por qué escogió París?
Yo llegué por primera vez a París en 1955, salí de Caracas como Cristóbal Colón, pero a la inversa, un 12 de octubre. Llegamos primero, con mis dos hijos y con mi mujer, a Barcelona, porque yo hablaba muy poco francés. Vine a París varias veces y recuerdo que la primera vez que vimos la ciudad dijimos al unísono con mi esposa: ‘Aquí es’. París nos fascinó porque esta ciudad tiene algo muy particular que se llama confort urbano, es decir, el tamaño de las cosas no es tan grande como para aplastarte, ni están tan lejos ni tan cerca. Y con el tiempo que uno está acá, pues va haciendo amigos, la vida se convierte en un pequeño pueblo. Luego, si me muevo 300 metros, nadie me conoce, me convierto en un ser desconocido. Esa es una noción que me dio París desde el principio: la noción de libertad.
¿Cómo fue el proceso de adaptación a una nueva vida en Francia?
Desde siempre hubo una química tremenda entre París y yo. A pesar del poco francés que hablaba con mi esposa hicimos muchos amigos, y yo jamás me he sentido extranjero, tampoco me lo han hecho sentir. Hace dos años me dieron la nacionalidad francesa porque, ¡caramba, después de 50 años aquí, creo que me lo merezco! (risas). Recuerdo que cuando estaba empacando maletas para venirme, mis amigos me decían que lo primero que tenía que hacer al llegar aquí era hacerme amigo del que vende los vinos, del que vende los quesos y del carnicero. Estos son los tres personajes claves de la vida parisina.
¿A quiénes encontró en París?
Yo me fui de Venezuela porque había comenzado a elaborar una plataforma conceptual sobre lo que hoy es mi trabajo y esa no era la noción de arte que existía allá. En 1955 vine a París a visitar a mi amigo Jesús Soto, que era compañero mío de la escuela en Venezuela y me dijo que fuera a ver una exposición que se llamaba Le Mouvement, en la galería Denise René, en donde él iba a participar. Ir a verla, fue lo que realmente me dio la certeza de que yo no estaba equivocado. Encontrar gente de muchas partes del mundo que estaban en la misma aventura de conseguir nuevas nociones de arte fue muy importante para mí.
¿Cómo fue vivir en París en una de las épocas más interesantes a nivel cultural y artístico?
En el año sesenta, con mi discurso estructurado, decidí mudarme a París. La ciudad había cambiado un poco. Sin embargo, el mayor cambio se produjo en los años setenta con el crecimiento económico. Yo coincidí con un momento excepcional que fueron los años sesenta, cuando aparecieron una cantidad de movimientos artísticos en Europa y en América Latina. Entre nosotros los latinoamericanos existió una gran camaradería porque todos estábamos en la misma batalla. Recuerdo una gran exposición que se hizo en Zagreb, llamada Nouvelle Tendance, en donde todos expusimos un mismo pensamiento renovador con diversas soluciones.
¿Qué lugares frecuentaban y quiénes estaban en ese grupo?
En la calle Monsieur le Prince había dos discotecas, L’escale (La Escala) y La Candelaria. Allí nos reuníamos casi todas las noches para tomar, comer y oír música latina. En la parte de arriba se escuchaban las guitarras y abajo estaba la pista de salsa. A París llegaron muchos latinoamericanos. Los paraguayos llegaron primero, a principios de los años cuarenta, y comenzaron a divulgar la música latina. Los argentinos organizaban el asado y los venezolanos nos encargábamos de la música. Ese combo era fiesta segura.
¿Nunca contempló la posibilidad de irse de París?
París es como una bella mujer, si al primer momento le caes mal, ni porque te ayude Mandrake lograrás convencerla. La ambición que yo tenía era cambiar nociones, porque considero que el artista debe cambiar nociones. Yo tenía mi discurso y necesitaba un lugar que fuese una plataforma de emisión de mensajes como lo son Londres, Nueva York o París. Como yo soy pintor me vine a París, si hubiera sido torero me hubiera ido a Madrid. Mucha gente me dice: “¿Por qué te fuiste a París, si allá nadie compra cuadros?”. Yo no vine a París a vender cuadros, vine a debatir y a difundir mis ideas. Si hubiera querido vender cuadros, me hubiera quedado en Venezuela.
¿No le hacía falta Venezuela?
Venezuela es un país de afectos, lo que más me hacía falta era el cariño de mis amigos, porque en realidad Venezuela es un país haciéndose, un país en donde uno no sabe si lo están construyendo o demoliendo. Nuestros países son de promesas que nunca se cumplen y que si se cumplen son caricaturales.
¿Qué es lo que más le gusta de este barrio?
Ya tengo 47 años viviendo en esta misma calle, soy el último sobreviviente (risas). Este barrio representa al París del cual me enamoré. Aquí nada es perfecto porque es una ciudad que ha sido vivida, nada tiene noventa grados, pero es algo bello, es quizás la belleza de lo más o menos bien hecho.
¿Qué otros lugares de París le emocionan?
Todo París. A todos mis amigos arquitectos les hago un paseo: el París hermoso y afectivo, y el París horrible, el de la arquitectura moderna, una copia mala de lo que se ha hecho en Nueva York. La zona de la Defensa, por ejemplo, es un lugar que produce miedo y desolación.
¿Qué opina del mercado actual del arte?
El arte es un producto, todo lo que el hombre hace genera un mercado, y ese mercado del arte no es nuevo, siempre ha sido así. En el siglo XVII, los artistas tenían su taller como yo lo tengo hoy aquí, con sus familias, sus asistentes y en donde había un espacio para vender las obras. París es una plataforma para lanzar las ideas y ser oído, y eso era lo que a mí me interesaba. Creo que todavía París sigue siendo una plataforma de debate como Londres o Nueva York. Sin embargo, hay algo terrible que comprendí desde muy joven. Hay sitios en el mundo por donde no pasan las coordenadas de la historia. Antes, en los años cuarenta, lo que me desmoralizaba es que yo no tenía voz, mi país no figuraba en ninguna parte, yo veía los libros de arte y no había ningún artista venezolano, ningún artista latinoamericano. Yo me preguntaba: ¿y es que nosotros no existimos? Yo quería hacerme oír, mostrarle a la gente que yo estoy vivo y que quiero y puedo mirar de frente a un americano o a un francés. Yo creo que toda mi generación se vino a Europa porque era esa plataforma para ser escuchada. Ahora los jóvenes se van a Estados Unidos porque hay un mercado. En mi época uno no pensaba en el mercado, sino en la ideas, es otra manera de pensar.
¿Qué opina usted del precio desmedido de obras de artistas como Damien Hirst y Jeff Koons?
Lo único que queda en la historia, en la literatura, en la música o en la poesía es aquello que ha modificado un concepto, lo demás desaparece. Los impresionistas inventaron arte, los pintores abstractos inventaron arte, los verdaderos inventores son los que permanecen, los demás pueden tener un éxito económico maravilloso, pero no permanecen en el tiempo.
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